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Rivista Antonianum
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Foto Oviedo Lluis , Recensione: IAN G. BARBOUR, Nature, Human Nature and God , in Antonianum, 78/1 (2003) p. 177-179 .

Ian Barbour es un personaje muy conocido en los ambientes de la nueva disciplina “ciencia y teología”; junto a Polkinghorne y a Peacocke, forman una especie de tríada imprescindible en todo estudio que se promueva en esa interfaz. Puede afirmarse que ellos han configurado el campo, han aportado los marcos teóricos que orientan el diálogo entre la teología y la ciencia, y siguen nutriendo el debate y la maduración de una disciplina todavía joven y abierta. Gracias a ellos la teología cuenta hoy con un repertorio amplio de recursos a la hora de responder a los desafíos de la razón científica, y evitar la clausura autorreferencial típica de muchas teologías recientes, empeñadas en seguir reflexionando como si no les afectaran los desarrollos científicos.

El autor nos ofrece en este breve libro – editado como otros muchos de esa temática por la Fortress Press – un compendio sintético del estado de la cuestión, así como de las respuestas que él estima más convenientes desde el punto de vista y el método asumido: la teología del proceso. Se trata de una guía imprescindible para todo el que desee aventurarse en este complejo mundo, donde se individúan los grandes problemas, y se ofrece una línea de correlación teológica que entra por propio derecho en el repertorio de posibles enfoques cristianos.

Los grandes temas en los que la razón teológica se siente afectada por los avances científicos son: todo lo que concierne a la axiomática de la evolución, en especial la necesidad de reformular la relación de Dios con la realidad creada; las cuestiones antropológicas derivadas de la aceptación del principio evolutivo, tanto en lo que respecta a las percepciones biológicas como en el campo específico de la genética y su peso en la identidad personal; y por último las cuestiones también antropológicas que derivan de la aplicación de las ciencias cognitivas y neurológicas, con sus evidentes implicaciones en la concepción del yo, de las emociones y de la conciencia y excelencia humanas. En todos los casos Barbour conduce una apretada recepción teológica de los resultados recientes de los estudios científicos, dentro del marco de la filosofía del proceso de Whitehead, referente teórico principal que ayuda a mediatizar la percepción científica de lo real y la teológica.

La teología del proceso merece un capítulo aparte, en el que se exponen a grandes rasgos las líneas fundamentales de esta orientación y su pertinencia para responder a algunas cuestiones abiertas: la integridad de la naturaleza y cómo situar en ella la acción divina; el hecho del sufrimiento en el mundo; la comprensión de la cruz de Cristo y las críticas feministas a una visión patriarcal de la divinidad. La solución del “proceso” exige seguramente redimensionar nuestra comprensión de la divinidad, que se vuelve más dinámica, vinculada a los procesos de la realidad, vulnerable y auto-limitada. Se trata de un nuevo marco conceptual requerido por las nuevas condiciones cognitivas en las que nos movemos y que implica seguramente un desplazamiento de la metafísica tradicional en la base de la reflexión cristiana desde el medioevo: de una visión estática a una dinámica; de la omnipotencia divina a un sentido más limitado de su poder, que comparte con sus criaturas; de su distancia a una mayor implicación en la realidad creada.

Un último capítulo del libro reflexiona sobre las cuestiones éticas y medioambientales, que han asumido considerable importancia en los últimos años y que reclaman una atención teológica particular. También en este caso, el “nuevo paradigma teológico” ofrecido parece la respuesta más adecuada a los desafíos más prácticos.

El libro de Barbour no dice demasiadas cosas nuevas para quienes seguimos desde hace algún tiempo la producción bibliográfica, cada día más abundante, en ese terreno; pero hace una presentación muy sintética y organizada tanto de los estímulos ante los que debe reaccionar la teología, como de la respuesta que ésta puede ofrecer cuando se toma en serio el impacto de las ciencias, y se ejerce una cierta flexibilidad doctrinal que consiente una mejor adecuación al nuevo ambiente.

La claridad de la reflexión de Barbour permite percibir mejor su posición y da pie a una continuación del debate que prosigue desde hace varios años entre los protagonistas del diálogo teológico con la ciencia. En primer lugar es necesario reconocer con Barbour que no parece posible un encuentro inocente o ingenuo con las ciencias. El problema no reside tanto en las cuestiones concretas, que también hay que considerar, sino en el marco cognitivo general en el que se emplazan dichas visiones. El desafío no procede sólo del impacto que las nuevas ideas tienen en la cosmología y en la antropología teológica, sino en el nivel previo, de la epistemología y de la metafísica que sirve como base a la reflexión teológica.

No está muy claro si todavía valen “fundacionalismos” teológicos, tras las crisis que desde los años 80, con Lindbeck, se han denunciado. No obstante lo que propone Barbour es de hecho una nueva “fundación” teológica, basada en la filosofía del proceso, un verdadero desafío para esa otra línea que se ha configurado entre el retorno a la doctrina y una orientación más típica de la tradición apofática. La cuestión que vale la pena reseñar es que, en este caso, el acercamiento a las ciencias puras conduce – paradójicamente – a una refundación teológica, no a su crisis, aunque para ello deban entrar en crisis otras fundaciones.

Hace tiempo que hemos comprendido que el problema de fondo que ponen las ciencias es de carácter cognitivo, y que por tanto, la relación con la teología implica necesariamente una “negociación” con el nuevo marco, en el que es inútil entrar si se pretende preservar un cierto patrimonio tradicional, sobre todo si se quiere seguir salvando el modelo aristotélico-tomista. La cuestión es siempre si el precio a pagar no sigue siendo demasiado alto, y si la teología del proceso, con sus extremos de difícil asimilación doctrinal, es la única respuesta posible al desafío en clave cognitiva que he señalado. De hecho otros teólogos plantean una respuesta que evite algunos excesos de la escuela del proceso. Nos preguntamos si entre el extremo de la visión tradicional estática del tomismo y el extremo de la teología del proceso (o peor aún, del naturalismo teológico), no existan otras tradiciones que merecen exploración y que han sido demasiado ignoradas hasta ahora. Me refiero sobre todo a la tradición escotista y a su apuesta por un grado mayor de libertad y contingencia de la obra creada, aunque fuera ajeno a la idea evolutiva. Todavía quedan – afortunadamente – muchas posibilidades abiertas de recepción y diálogo teológico en relación con la ciencia. Lo importante es no descuidarla o ignorarla, como si Newton, Darwin o Einstein no tuvieran hoy la influencia que en su tiempo tuvieron Platón o Aristóteles.


 
 
 
 
 
 
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