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Relationes bibliographicae: ¿Tiene futuro el cristianismo en Occidente?

 
 
 
 
Foto Oviedo Lluis , Relationes bibliographicae: ¿Tiene futuro el cristianismo en Occidente?, in Antonianum, 79/3 (2004) p. 563-572 .
Sommario in spagnolo:

Las transformaciones que ha sufrido el cristianismo en la modernidad, su estado actual, y sus perspectivas de futuro, despiertan el interés de los estudios sociológicos e históricos. Se quiere verificar hasta qué punto ha perdido la influencia que ejerció en siglos pasados en casi todas las esferas de la vida europea, y el alcance de su marginación en el campo cognitivo, moral, estético y político, en las sociedades avanzadas. Se trata de un proceso que tradicionalmente se ha llamado “secularización”. Este término ha sido demasiado polémico; hoy, cada vez más, se desmarca de las valoraciones ideológicas, y se limita a constatar tendencias en acto, que se expresan a través de indicadores empíricos bastante precisos: asistencia al culto, número de vocaciones de consagrados, niveles de creencia…, aunque persisten los debates y nada parece indicar que vayan a calmarse las aguas.

Para empezar, sería simplificador reducir el problema de la crisis religiosa a un recuento de cifras sobre el culto y las creencias. Seguramente hay mucho más; y del análisis que se realice de esa tendencia, que hoy es empíricamente incuestionable en buena parte de Europa, dependerá el modo de plantear la respuesta teológica y pastoral, pues la cuestión, en último término, no es sólo sociológica.

De los numerosos estudios que están apareciendo estos últimos años sobre la crisis del cristianismo occidental, he seleccionado tres que me parecen especialmente significativos, y que pueden ofrecernos algunas pistas de análisis a partir de la reconstrucción histórica que proponen, algo imprescindible si se quiere entender cómo se ha podido llegar a la situación presente, y si se desea “observar teológicamente” el futuro del cristianismo.

El primer texto que tomo en consideración es una colección de ensayos de orientación histórica. Es sabido que la historia moderna y contemporánea se ha servido del concepto de “secularización” para describir una serie de procesos que se registran en la intersección entre lo civil y lo religioso en el mundo occidental, al menos desde el final del siglo XVIII.

La perspectiva que ofrecen los historiadores es de gran utilidad: ayuda a contextualizar, en un largo periodo de tiempo, tendencias que parecen recientes, y a percibir mejor los grandes movimientos ideológicos y sociales, las fuerzas que guían hacia una determinada situación. La secularización se comprende mejor cuando es observada dentro de un escenario más amplio y complejo: el de las sociedades europeas desde mediados del siglo XVIII.

La introducción de uno de los editores de este libro colectivo aclara ya desde el inicio el programa y las grandes líneas de la obra: tratar de comprender cuál ha sido el destino del régimen de “cristiandad” en el siglo XX; si se reconoce su declive, cuáles son las causas que lo explican; y cuál es la previsión de futuro de la religión en Europa tras el fin de dicho régimen. Ciertamente, si se parte de la idea de cristiandad, la revisión histórica se vuelve más sencilla, en cuanto se trata de una especie de “régimen”, en el que lo religioso formaba parte del sistema social en su conjunto y ejercía inevitablemente un cierto grado de “coerción” sobre las personas. Dicho régimen ha sido seguramente superado, y la cuestión de la secularización se plantea en otros términos, aunque para muchos de los autores del libro, su origen se localiza en la crisis de aquel modelo, que integraba lo religioso dentro de un paquete de condiciones sociales y culturales, en las que se inscribía cada individuo.

La obra ofrece a través de sus 13 contribuciones una buena visión histórica del estado de la cuestión en torno a la secularización europea. A grandes líneas, se percibe la asunción de la “gran narrativa” de la secularización como descripción del declive que registra lo religioso en varias dimensiones en las sociedades descritas. La mayoría de los autores son conscientes de lo problemático del término y de los intensos debates a los que hemos asistido en las dos últimas décadas a ese respecto. Es lógico entonces que algunas de las contribuciones, sobre todo las más teóricas, eleven en algunos grados la reflexión, para tratar de hacer un balance y plantear de forma “post-crítica” su valoración de lo religioso en ese arco histórico. El resultado general anima a una recuperación del discutido término, que es rehabilitado por su fuerte capacidad descriptiva, una vez se liman algunos de sus significados más ideológicos y unilaterales. La “secularización” se convierte entonces en un proceso multifacético, amplio, y que ofrece, come afirma en su artículo Jeffrey Cox, uno de los autores más citados a lo largo del libro, una master narrative of long-term religious change (201).

En su conjunto, las cuatro partes de la obra ofrecen distintos ángulos desde los que se ilumina el proceso en curso, y del que deriva al final una visión bastante amplia, y que confirma siempre la percepción de inevitable declive religioso en Europa Occidental. Algunos de los capítulos se centran más en el análisis de los indicadores sociológicos de secularización en los últimos decenios, tal como han sido presentados en algunos repertorios empíricos, el más notorio sin duda, el European Values Study. Así, por ejemplo, C.G. Brown presenta su caso en torno a la década de los 60, y se pregunta en qué medida dichos años señalaron claramente un cambio irreversible en las tendencias religiosas, algo que no refleja un simple ciclo, sino una especie de cambio epocal. E.M. Hamberg presenta por su parte el caso sueco, uno en los que más incide la secularización como crisis religiosa. Interesan sus análisis sobre la correlación entre niveles de bienestar material o de satisfacción personal, y de caída de demanda religiosa. Se trata de una observación que da qué pensar, como, por otro lado, su percepción de que, por ejemplo, una pérdida de las convicciones cristianas trae como consecuencia una mentalidad incapaz de resaltar la especificidad de los humanos respecto del resto de los animales (53).

Mucho más reflexiva es la contribución de Y. Lambert, que inscribe la secularización dentro de una narrativa de las “edades axiales” (Jaspers). El autor plantea las características que puede asumir el cristianismo en esa “nueva era”, una vez ha perdido “el monopolio en la campo simbólico” (77); en general, se acentúa el carácter más “intra-mundano” del discurso cristiano, su individuación, movilidad, pragmatismo y capacidad de responder a una “búsqueda espiritual”.

Otra serie de contribuciones en la segunda y la tercera parte realizan análisis más detallados o históricamente focalizados de periodos y situaciones concretas en las que se registran cambios en el universo religioso. Algunos casos se estudian como un proceso amplio desde el siglo XVIII hasta el presente, como son el inglés, el irlandés, y el holandés. Otros estudios son más específicos: la revisión del cristianismo evangélico alemán en un documento de 1947; la descristianización de la muerte en la Francia moderna; el impacto de la tecnología en el catolicismo francés desde mediados del XIX – que curiosamente es minimizado – o los cambios semánticos que reflejan cambios estructurales en la moderna Alemania.

El capítulo de Cox, ya citado, ofrece la mayor carga reflexiva, y debería ser leído por todos los interesados en el tema que nos ocupa, pues propone una concienzuda revisión de la idea de secularización, para recuperarla como una invocatory theory, que contribuye al esfuerzo de entender la religión (205). La rehabilitación del concepto se realiza tras asumir los diversos frentes críticos y reconocer sus recaídas ideológicas o su inevitable carga de valor (value-laden). Lo que pasa, es que parece que no tenemos otra voz que nos ayude a describir mejor la tendencia general al declive de lo religioso que se percibe desde hace dos siglos. La secularización deviene entonces una especie de “cifra” o “símbolo” en grado de concretar algo que debe ser nominado, si es que se reconoce que lo podemos nombrar.

Llegados a este punto parece que la cosa se complica y que la cuestión se plantea a un nivel mucho más abstracto, es decir, si somos capaces de “decir la crisis de la religión”, o si esto es un tabú con amplias consecuencias auto-implicativas. Da la impresión, al leer las sugestivas páginas de Jeffrey Cox, de que sigue existiendo un problema a la hora de poder decir – históricamente o sociológicamente – qué pasa con la religión en tiempos modernos. Cox sugiere que se adopte el término “secularización” como una story, es decir, una forma narrativa capaz de “contar” lo que está ocurriendo en Europa en los últimos siglos, dejando aparte los intentos de definir su contenido o de probarlo empíricamente; en última instancia se trata sólo de “la mejor historia que contar sobre el declive de la religión en la Europa moderna” (214).

El minimalismo sugerido da que pensar, y plantea una vez más las dificultades en torno a la observación de lo religioso. También en este caso se vuelve inevitable la circularidad tantas veces relevada en dichos intentos: en esta ocasión entre secularización y des-secularización; entre poder observar y decir o menos el declive religioso, con todas sus consecuencias. De nuevo surge la impresión de que la percepción de la crisis religiosa en Occidente no es un dato pacífico, como no lo fue para Max Weber, en su tiempo, o para Niklas Luhmann, en el nuestro. En todo caso tomamos nota de lo que nos dicen estos historiadores, quizás con un apunte sobre lo que opina A. Remond, quien hace pocos años se planteó también la cuestión en el mismo periodo, y observó el inevitable retorno de lo religioso en la Europa moderna. Quién sabe qué lecciones podemos aprender de esta historia para el futuro de la fe cristiana.

El segundo texto a tener en cuenta lo firma la prestigiosa socióloga francesa Danièle Hervieu-Léger. El título, “Catholicisme, la fin d’un monde”, recuerda otro inglés también reciente de C.G. Brown: “The Death of Christian Britain” (Routledge, London 2001). Su contribución es fundamental a la hora de entender qué ha pasado con el catolicismo francés en los últimos cincuenta años. Se trata de un caso de estudio cuyas repercusiones se extienden por toda Europa, más allá de la especificidad de dicho caso, que se asocia al proyecto francés del “Estado laico”.

Como se deduce del título, la autora da por sentada la profunda crisis que sufre el catolicismo en Francia, en el sentido de un “mundo que se desploma”, de un referente cultural ampliamente compartido, que deja de tener vigencia para la mayor parte de la población. El diagnóstico no puede ser más pesimista: “La cuestión actual… es la de la atonía del mismo escenario católico, una atonía que nutre el sentimiento de un número creciente de católicos franceses de ser los últimos en hacer aún referencia a un mundo de creencias, de prácticas y de valores que se ha deslizado hacia la insignificancia cultural” (11-12). Ese deslizamiento se produce a pesar de que la Iglesia se ha vuelto menos arrogante, más amable si cabe. El diagnóstico esbozado sirve para plantear el futuro de la Iglesia francesa en una situación de “salida cultural de las sociedades modernas respecto de la religión” (19). Su intento mira a “establecer la plausibilidad del mensaje cristiano en un mundo salido de la religión, y donde se impone la pluralización de las ofertas religiosas” (18).

La socióloga se sirve de dos libros publicados a distancia de cincuenta años sobre la crisis del catolicismo francés: el célebre “Francia ¿país de misión?” y el más reciente “¿Hacia una Francia pagana?”, que dan la pauta de dos planteamientos distintos y dos respuestas a la crisis percibida. Una conclusión que se extrae de dichos textos es que la crisis del catolicismo es una situación crónica desde – por lo menos – los tiempos de la Revolución. Pero mientras en un caso se acentuaba la disolución de la cultura cristiana a manos de la modernización industrial, en el segundo se alude a la marginación que sufre la Iglesia en un ambiente de plurales ofertas religiosas. Parece que la bandera que debe asumir la fe cristiana sea la del humanismo, la causa de la persona, algo que conviene incluso a la “laicidad”, pues ésta, según Gauchet, necesita referirse al catolicismo como una especie de principio legitimador a contrario; la laicidad siempre se habría inscrito dentro del molde cultural católico, y sólo ahí cobraba sentido, un esquema que ha dejado de funcionar.

Otro capítulo del libro analiza las tres edades de la mutación religiosa en Francia: la laicización, que empieza con la República, y supone la pérdida de monopolio eclesial de la trascendencia; el tiempo de la secularización interna, cuando la Iglesia se adecua a las tendencias de la cultura moderna, y las asume en su seno, ante la imposibilidad de constituirse como una “ciudadela asediada”; y la tercera era, que expresa la adecuación del catolicismo a “los tiempos de la ultramodernidad”, que pone en cuestión todo fundamento de absoluto.

Un caso que merece un análisis más pormenorizado es el de la “exclusión cultural del catolicismo en el ambiente rural”, donde estuvo más enraizado. Se propone un repaso histórico de dicho ambiente y de su fuerte tonalidad católica, así como de las crisis que le fueron afectando hasta culminar en una plena ruptura e incluso una “exculturación del cristianismo”.

Merece también especial atención la hostilidad que se ha percibido entre la propuesta cristiana y las dinámicas de “expansión personal” que ha potenciado la cultura reciente, y que encuentran su punto más crítico en las exigencias de realización sexual. La autora dedica a este punto una considerable atención, y ofrece un amplio análisis histórico y cultural de los procesos que han llevado al presente extrañamiento de la Iglesia respecto de una cultura de la afirmación personal, como quiera que se juzguen dichas tendencias. Incluso a la hora de definir las propias configuraciones de sentido, no se recurre a la fe cristiana y a las propuestas eclesiales. Según la autora, también la familia se siente a menudo descuidada en muchas de sus exigencias por parte de la Iglesia, que sigue proponiendo normas poco realistas en la situación actual. En este caso, además de señalar que la erosión de dicha influencia fue provocada también por campañas republicanas, el análisis establece una correlación entre la transformación del modelo familiar, que deja de ser patriarcal y jerárquico, para devenir relacional y horizontal, con la Iglesia, que más bien es percibida como una realidad que todavía representa el primer modelo, lejos de la evolución familiar presente y de sus exigencias (185 ss.). La autora juzga asimismo desenfocados los intentos eclesiales de justificar con el recurso a la ley natural sus propuestas morales.

Una ulterior línea de tensión se descubre en relación con la dimensión institucional de la Iglesia, y que es puesta en crisis por la nueva demarcación del espacio y del tiempo religiosos que configuran la nuevas peregrinaciones. La crisis afecta en particular a la pretensión de institucionalizar el acceso a la verdad, algo que choca contra el principio moderno de búsqueda personal y de autenticidad. Lo mismo cabe decir, claro está, del ejercicio de autoridad dentro de la Iglesia, fuente de tensiones ante las continuas reivindicaciones teológicas de comunión, lo que afecta también al papel del clero.

La conclusión replantea algunos de los temas, bajo la pauta de la “ilegibilidad que sufre la Iglesia” (312), es decir, del bloqueo que impide que sea percibida en el ambiento cultural de hoy como un signo de esperanza o como un valor salvífico; su forma institucional se ha vuelto demasiado ajena respecto de las tendencias individualistas, del consumo y de la realización personal. Sin embargo, se declara que “el fin de un mundo no es el fin del mundo” (325), es decir, otros escenarios de futuro son concebibles, si se tienen en cuenta los factores de la crisis. Son de interés sus consideraciones finales: la idea de secularización debe ser revisada, para expresar no la desaparición de la religión sino las transformaciones que sufre a partir de su cambio de estatuto y de las formas de socialización que condiciona con su pérdida de autoridad; que la Iglesia pasa de ser una “institución de identificación” a una “institución de servicios”, en la que se diferencian claramente las ofertas para atender mejor a las demandas diferenciadas de los individuos; esta situación obliga a redefinir el papel de los obispos, que asumen un doble rol: de acompañantes y de vigilantes. En definitiva, se trata de aceptar un “catolicismo frágil”, o de bajo perfil, pero realista, y que asume su estatuto de “exculturación”, de pluralidad y de adecuación precaria, como pautas de supervivencia.

El análisis en clave de choque cultural que ofrece Hervieu-Léger enriquece y complementa otros tipos de análisis sobre los motivos de la crisis religiosa occidental, que han conocido amplia recepción en los últimos años, y que apuntan más a tensiones estructurales, o bien a dinámicas de la “economía de la religión”. Ciertamente, una buena parte de las dificultades que atraviesan las iglesias en Occidente tienen un tono cultural, se sitúan en la tensión entre las representaciones y valores ambientales, por un lado, y los valores tradicionales cristianos. Parece que en algunos contextos el cristianismo asume un estatuto de “contracultura”, como se decía en los años 70 en relación con algunos movimientos de protesta. Ahora bien, ese choque cultural merece también valoraciones, y replantea claramente la relación entre Iglesia y sociedad. Algunos se preguntan si el “régimen de cristiandad” (real o figurado) ha sido la norma, o más bien la excepción, al modelar las relaciones entre Iglesia y sociedad, entre la cultura cristiana y la cultura del mundo, o bien entre las “dos ciudades”. Recordemos que ya Richard Niebuhr estableció varios modelos de relación entre el cristianismo y la cultura.

Por otro lado, da la impresión de que en ese análisis cultural, el catolicismo se convierte en una variable dependiente del desarrollo cultural general, algo más que discutible. Esos procesos parecen espontáneos e inevitables, fruto de dinámicas evolutivas de las que difícilmente nos podemos sustraer. Como se verá a continuación, no todos comparten dicho análisis, y en todo caso estamos obligados a proponer otros posibles escenarios de relación entre la Iglesia y sus contextos culturales, entre los que se encuentra también el de la “resistencia minoritaria”, o el de la “alternativa cultural”, al menos así parece que nació y creció el primer cristianismo. Si se tienen en cuenta los fermentos del catolicismo más vivo, aunque minoritario, en Francia, se deduce seguramente otro panorama. Lo que muere ciertamente es el catolicismo como expresión cultural mayoritaria, como religión de masa o de una entera sociedad, lo que da paso a otro modelo, sin pretensiones de hegemonía cultural ni de predominio político, sino con la voluntad de constituir células de vida evangélica, como “sal de la tierra”.

El tercer libro útil para un diagnóstico de la actual crisis religiosa y sobre el futuro del cristianismo, recoge 10 ensayos de carácter histórico, bajo la dirección de Christian Smith, que propone, con su extenso ensayo inicial, un modelo de lectura de la evolución del escenario religioso en los Estados Unidos de América, claramente a contracorriente de lo que han sido los análisis habituales. La tesis central es que los procesos de desgaste del ambiente cultural americano, ampliamente influido por la fe y los valores cristianos, no son el resultado de dinámicas inevitables de la modernización, sino consecuencia de una consciente actividad de ataque al establishment cultural, que dominaban las grandes confesiones protestantes, y que es finalmente suplantado por una nueva clase intelectual muy secularizada.

Smith plantea su caso con gran erudición documental y con un método de análisis basado en el impacto de las “revoluciones culturales”. La transformación que afectó al protestantismo americano fue producto de un plan de ocupación de las posiciones de poder cultural que detentaban muchos de sus exponentes. En palabras del autor, “La insurgencia rebelde consistió en oleadas de redes de activistas que eran en gran medida escépticos, librepensadores, agnósticos, ateos, o teológicamente liberales; que estaban bien educados y localizados socialmente sobre todo en ocupaciones de producción del conocimiento; y que generalmente asumieron el materialismo, el naturalismo, el positivismo, y la privatización o extinción de la religión” (1). Su presión acabó por minar las bases del cristianismo cultural e institucional y provocó el advenimiento de una cultura decididamente ajena a la fe, que influyó negativamente, desde ciertas instituciones clave, en el panorama religioso.

El primer paso en la nueva propuesta consiste en desmontar la visión anterior, y que cabe considerar como el paradigma predominante en los estudios sobre la secularización, al menos a nivel macro-social. Para el autor, ninguna de las explicaciones disponibles sobre el declive cultural cristiano en América es plausible, si siquiera la tradicional “teoría de la diferenciación”, que explica la reducción de influencia de lo religioso a partir de la autonomía que asumen las diversas esferas sociales, un punto que ya establecieron Durkheim y Max Weber. Tampoco el creciente impacto de la ciencia explica la crisis, al menos si se piensa en el número de científicos creyentes. Lo que cuenta es más bien las relaciones de poder, los agentes que lo encarnan y las élites que empujan a favor de la diferenciación, que deja de ser un proceso descontado o espontáneo, y pasa a ser algo intencional, fruto de un plan, casi una “conspiración”.

Smith resume los defectos de la teoría tradicional: exceso de abstracción, falta de agencia humana, determinismo, idealismo, una visión demasiado romántica, excesivo énfasis en la auto-destrucción religiosa, y descuido parcial de los mecanismos causales. El autor no es ajeno de hecho a quienes critican el carácter ideológico de esa teoría. La secularización puede ser entendida mejor a partir de la sociología de las revoluciones y de los movimientos culturales, que analiza los procesos por los que un determinado grupo de poder en el campo cultural es desplazado por otro. Se presta atención entonces a la agencia, los intereses, la movilización, las alianzas, los recursos, las organizaciones, el poder y las estrategias (29). La secularización es más bien el resultado del ascenso y predominio de determinados actores y grupos, y del desplazamiento y marginación de otros, que representaban la visión cristiana. Estas dinámicas se producen en la academia, en el sistema de enseñanza, en los medios de comunicación, y en otras instancias de producción y difusión del conocimiento, en alianza con grupos políticos. La actividad de determinados intelectuales de influjo ilustrado, agraviados y molestos ante el predominio de la cultura cristiana, motivó, según la narración que presenta Smith, una voluntad de resistencia – primero – y de conquista del poder – después – en un intento de controlar el ámbito del conocimiento y de la moralidad. Los desafiantes aprovecharon las divisiones y la debilidad de los intelectuales cristianos, que en ocasiones habían cedido a la visión más liberal, y lograron sus objetivos tras varias décadas de presión anticristiana y de conflictos reales entre partidos de intereses opuestos. La cuestión de la secularización se convierte en una cuestión de poder y de predominio cultural, con todas las consecuencias que cabe extraer de dichas dinámicas, en las que siempre se registran ganadores y perdedores.

Este es el marco de comprensión general en el que se inscriben los otros nueve ensayos, que presentan casos concretos en los que se aplica, y en ocasiones se corrige, el modelo de análisis propuesto. Se trata siempre de seguir los procesos por los que determinadas élites asumieron el poder en ese periodo entre finales del siglo XIX y principios del XX, para imponer su agenda secularizante: la educación elemental y superior; las tensiones en el ámbito de la comunidad científica, la moral pública, la práctica de la psicología, el ámbito legal, el periodismo e incluso la medicina.

La visión de Smith es del máximo interés, aunque se limite a aplicar los notorios métodos de los cultural studies a los vaivenes del poder cultural, entre fuerzas más religiosas y más secularistas. También hay que entender esta propuesta como un complemento de otras visiones; no creo que sea la única explicación de lo que ha ocurrido, aunque el caso americano tiene sus particularidades. También en Europa se ha aludido en ocasiones al ambiente de “guerra cultural” por el que pasó el cristianismo a lo largo del siglo XIX, y que dividió sus respectivas sociedades en “dos Francias”, “dos Españas”…, y que puede haber conocido algunas reediciones en la actualidad (O. González de Cardenal, por ejemplo, denunció hace algunos años esas mismas maniobras de agresión cultural a la fe en España); pero el énfasis mayor se ha puesto en los procesos de modernización, que han persistido más allá de las tensiones culturales, o que nutrían dichas tensiones.

En todo caso cabe advertir un cambio de tendencia en la comprensión de la secularización, que deja los esquemas funcionalistas y estructurales, para asumir un tono más intencional, donde los actores sociales juegan un papel y se recupera el sentido de agencia. Hace algunos años, este tipo de análisis sería impensable.

De todos modos, conviene tener en cuenta el peso de las hostilidades por la hegemonía cultural a la hora de ofrecer un cuadro completo de la crisis religiosa en Occidente. Esto vale también para el ámbito teológico y eclesial, a menudo tentado de minimizar toda forma de “guerra cultural”, o que se ha hecho a la idea de una evolución inevitable, donde algunos intelectuales, a lo sumo, aprovechan la marea a su favor. En todo caso, la crisis del cristianismo y la cuestión de su futuro no pueden separarse de los esfuerzos misioneros, de la tarea apologética y de la voluntad de hacer frente a los elementos más adversos a la fe cristiana, en lugar de ignorarlos o de tratar de adecuarse a ellos. Pero, al fin y al cabo, no creo que sea realista plantear estrategias de “reconquista” de espacios culturales perdidos, a partir de la ocupación de puestos claves, una estrategia que sigue viva en algunos ambientes católicos, pero sí que es necesario preservar espacios en los que la fe cristiana pueda ser anunciada y vivida en toda su relevancia cultural, espacios alternativos o contra-culturales, si se quiere, pero en todo caso capaces de competir con otras propuestas culturales, con otras élites, con otros medios.

Seguramente la fe cristiana tendrá futuro en la medida que sepa responder a la creciente complejidad de los factores que la desafían y la aquejan, desarrollando una complejidad interna similar a la que crece en su ambiente. Ese incremento de complejidad interna o de su oferta no debe entenderse tanto en el sentido de la fragilidad, que proponía Hervieu-Léger, sino de la variedad de respuestas y de estrategias. No se trata de una debilidad – pérdida del sentido masivo de unidad de acción – sino como una fuerza y riqueza. El futuro del cristianismo en Occidente sigue siendo una cuestión abierta, cuyo planteamiento exige estudios rigurosos como los aquí presentados, pero se trata de una cuestión que requiere realismo, buen análisis sociológico, y una cierta eficacia en las respuestas, que deben tener en cuenta tanto la entidad de los desafíos, como la capacidad de movilización con la que cuentan las Iglesias.



 
 
 
 
 
 
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